Todos deberíamos vivir como si tuviéramos una enfermedad terminal; seríamos mejores personas y disfrutaríamos más de las cosas
Entrevista a Pilar Sordo
Psicóloga, autora del libro 'Bienvenido dolor'
En su nuevo libro, Bienvenido dolor (Paidós, 2015), fruto de una investigación que duró cuatro años e incluyó a miles de personas procedentes de numerosos países (“todo el mundo hispano y algunos europeos”), la psicóloga chilena Pilar Sordo, nos invita a tomar la decisión de ser felices, y nos explica cómo hacerlo en presencia del dolor. Y es que como afirma la autora “todos los aprendizajes en la vida se producen a través de procesos dolorosos, y en las lecciones que obtengamos de ellos parece estar el secreto de nuestra evolución espiritual y afectiva”. Pilar nos explica cómo ambos procesos, la felicidad y el dolor, son nuestros compañeros de viaje en la idva, y cuáles son las conclusiones de su estudio sobre las verdaderas claves de la felicidad.
Dices que es un error pensar que para ser feliz hay que estar siempre contento, ¿cómo defines el concepto de felicidad?
Lo primero que quiero dejar claro es que el libro es fruto de una investigación, no se trata de algo que opine yo, sino de lo que piensan miles de personas a las que se entrevistó. Y se llegó a la conclusión de que cometemos ciertos errores en el concepto que tenemos de felicidad, concretamente, tres.
- El primero es concebir la felicidad como una situación desplazada: ‘voy a ser feliz cuando…’, o como una búsqueda de la felicidad, es decir, siempre como un concepto anhelado pero que parece que nunca llega.
- Un segundo error es asociar la felicidad a estados momentáneos en los que somos felices cuando estamos contentos, y esto establece un nexo entre la felicidad y la alegría que termina por desvanecerse, porque a lo largo del estudio descubrimos mucha gente que no estaba contenta pero sí era feliz. En el libro pongo un ejemplo para ilustrar esta afirmación y es el de la gente que está venciendo un cáncer, porque no hay nadie que esté contento en un proceso de quimioterapia, pero en esos lugares encontramos gente mucho más feliz que en muchos otros. Evidentemente uno no va a estar contento siempre, pero uno puede decidir ser feliz permanentemente.
- Y el tercer error –antes de entrar en el concepto– es suponer que la felicidad tiene que ver con poseer cosas, ya que si fuera verdad todos los millonarios serían felices y eso tampoco es cierto.
Cuando se liberan estos tres errores, aparece en la investigación la condición básica que señala que ser feliz es una decisión, y que tiene que ver con algo que yo decido todas las mañanas –a veces varias veces al día si lo estoy pasando muy mal–, y con esa decisión, pero con el dolor que estoy viviendo, intento construirme la mejor vida de la que soy capaz. Por lo tanto, acerco la felicidad al concepto del presente y mi decisión es ser feliz hoy. Pero para tomar esa decisión necesito que se cumplan ciertas condiciones, que son:
- Un segundo error es asociar la felicidad a estados momentáneos en los que somos felices cuando estamos contentos, y esto establece un nexo entre la felicidad y la alegría que termina por desvanecerse, porque a lo largo del estudio descubrimos mucha gente que no estaba contenta pero sí era feliz. En el libro pongo un ejemplo para ilustrar esta afirmación y es el de la gente que está venciendo un cáncer, porque no hay nadie que esté contento en un proceso de quimioterapia, pero en esos lugares encontramos gente mucho más feliz que en muchos otros. Evidentemente uno no va a estar contento siempre, pero uno puede decidir ser feliz permanentemente.
- Y el tercer error –antes de entrar en el concepto– es suponer que la felicidad tiene que ver con poseer cosas, ya que si fuera verdad todos los millonarios serían felices y eso tampoco es cierto.
Cuando se liberan estos tres errores, aparece en la investigación la condición básica que señala que ser feliz es una decisión, y que tiene que ver con algo que yo decido todas las mañanas –a veces varias veces al día si lo estoy pasando muy mal–, y con esa decisión, pero con el dolor que estoy viviendo, intento construirme la mejor vida de la que soy capaz. Por lo tanto, acerco la felicidad al concepto del presente y mi decisión es ser feliz hoy. Pero para tomar esa decisión necesito que se cumplan ciertas condiciones, que son:
- que no puedo ser feliz si no soy agradecido, y eso implica agradecer todo, partiendo de cosas sencillas como haberme bañado con agua tibia o el olor del pan tostado.
- Y para ser agradecido tengo que centrarme en lo que tengo y no en lo que me falta.
- Para aplicar esos dos conceptos requiero de un tercero, que tiene que ver con la fuerza de voluntad, que es donde yo siento que los españoles tienen mayores problemas después de la crisis, porque como el pueblo español es muy quejumbroso, esa queja los paraliza y les da poca posibilidad de tomar esa decisión porque esperan, a partir de la queja, que la solución venga desde afuera, y no ser ustedes los protagonistas de esta crisis y, por lo tanto, salir adelante desde el cambio personal.
Y es que creo que, en general, nos hemos transformado en sociedades más buenas para la queja y para el reclamo que para el ejercicio personal de las aptitudes, y eso inhibe absolutamente la posibilidad de ser felices y de hacernos cargo de nuestra propia historia.
¿Qué cualidades deberíamos cultivar para saber enfrentarnos al dolor que inevitablemente vamos a experimentar a lo largo de nuestra vida?
Fundamentalmente deberíamos enseñarles a los niños que uno puede ser feliz teniendo problemas, que no solo van a ser felices cuando se les regalen cosas, a tener sentido del humor frente a las dificultades de la vida, a reírse de ellos mismos y, sobre todo, a tener la capacidad de aprendizaje y de conducta proactiva que implique que se tienen que hacer cargo de su propia historia, porque en la medida en que uno se hace cargo de su propia historia y de su presente, intenta ejecutar ese presente de la mejor forma posible para poder tomar la decisión de ser feliz todos los días. Enseñarles que la resiliencia se logra en la medida en que en vez de preguntarnos por qué nos pasan las cosas, nos preguntemos para qué nos pasan las cosas. Y en ese ‘para qué’ yo salgo del dolor como tal y me quedo instalada en el aprendizaje, y el enquistamiento del sufrimiento deja de tener sentido.
Los padres se empeñan en que sus hijos estén permanentemente contentos y entretenidos. Sin embargo, según lo que dices, ¿no deberían dejar que se enfrenten a sus propios problemas para que aprendan que es necesario esforzarse para conseguir lo que quieren?
Sí, esa actitud de los padres que está tan generalizada es horrible, porque los niños pierden toda capacidad de ser gestores de su propia historia y no se les permite aprender que la vida tiene de todo. Yo creo que eso tiene mucho que ver con miedos –que también he investigado y explico en mi libro No quiero crecer– de los propios padres, que quieren ser bien evaluados por sus hijos, quieren caerles bien y piensan que para ello no tienen otra opción que complacerlos permanentemente para que sean felices. Eso implica que sonrían las 24 horas del día y que, por lo tanto, las frustraciones queden fuera, el decir ‘no’ quede fuera, y que los niños no estén recibiendo por parte de sus padres la educación que necesitarían para poder configurar una adultez más sólida. Creo que esto es alarmante porque cuando a esos niños les toquen los problemas reales y ya no estén los padres para gratificar se van a encontrar sin recursos para afrontar las dificultades de la vida.
Dedicas un capítulo al cáncer, y muchos pacientes que han superado esa enfermedad afirman que les ha enseñado a ser felices, ¿cómo es posible que pasar por una experiencia triste y difícil consiga el efecto contrario?
Siempre digo que todos deberíamos vivir como si tuviéramos una enfermedad terminal, porque seríamos mucho mejores personas y disfrutaríamos mucho más de las cosas. Lo que el cáncer produce es la absoluta inmediatez de la vida; es sentir que lo que estoy viviendo en este momento es lo único que tengo, porque sé que no me queda mucho tiempo y que tengo que disfrutar de la vida y de mis seres queridos el máximo posible. Es un aprendizaje que solo se produce ante vivencias extremas como un diagnóstico de cáncer, porque aunque muchos cánceres tienen muy buen pronóstico cuando a uno le mencionan esta palabra la previsión de la muerte es instantánea, es como si te dieran una condena de muerte y te recordaran que te queda poco, y entonces uno trata de ser mejor persona, de entrega más y mejor afecto, y las prioridades cambian absolutamente. Hay cosas que antes del diagnóstico te importaban muchísimo y después del diagnóstico no tienen ninguna importancia, mientras empiezas a tener en cuenta otras en las que antes no habías reparado porque creías que tenías mucho tiempo por delante. Por eso cuando digo que deberíamos vivir como enfermos terminales me refiero a que debiéramos ser siempre conscientes de que efectivamente nos podemos morir en cualquier momento. Y esa toma de conciencia es la que hace que este tipo de enfermedades cambien la perspectiva de la vida y se le dé importancia a lo que realmente la tiene, a los afectos en vez de a las cosas materiales, y al disfrute en vez de a la exigencia o el tratar de ser eficiente o exitoso.
Yo tengo una fundación para personas con cáncer, que se llama Cáncer vida, y es muy hermoso ver cómo los enfermos toman esa decisión de ser feliz hoy y dicen, ‘bueno, con mi proceso de quimioterapia, y con los vómitos, las náuseas, o lo que tenga, yo voy a disfrutar, y si tomo un helado es el helado mejor del planeta; tal vez sea el último que tome y, por lo tanto, lo agradezco profundamente’. Y esa forma de vivir el presente con una actitud de agradecimiento y de vitalidad maravillosas solo la he visto en personas con cáncer.
Cómo afrontar un duelo
En tus investigaciones sobre el dolor y la forma de afrontarlo, ¿cuáles son las principales diferencias que has encontrado entre hombres y mujeres?
Sí, en general los hombres enfrentan el dolor con la acción; haciendo cosas, llenándose de trabajo, invitando muchos amigos…, usando la distracción como un elemento que les sirve para procesar el dolor. Y las mujeres vivimos el dolor hablándolo, comunicándolo en términos verbales, juntándonos con amigas, llorando, viendo películas tristes…, como tratando de eliminar. Y pienso que se tiene que producir un aprendizaje complementario porque las mujeres no nos podemos quedar pegadas en el hablar y en el llorar, sino que tenemos que aprender de los hombres un poco de acción, mientras que ellos tienen que aprender de nosotras un poco de comunicación, para poder sacar fuera lo que no son capaces por problemas culturales, o porque de alguna manera les enseñaron que no tenían que llorar, ni expresar sus sentimiento. Así, las mujeres tenemos que aprender de los hombres lo que ellos hacen bien, y salir, no quedarnos estancadas en la casa, tener una actitud más activa; y los hombres deben aprender nuestra capacidad de comunicar y de tomar más contacto con las emociones, algo que en general les da más miedo.
Los duelos y las situaciones difíciles como las que ha provocado, por ejemplo, la crisis económica, se están medicalizando y se intentan resolver con ansiolíticos. Como experta en dolor, ¿qué opinas sobre esto?
Yo creo que no depende solamente de la crisis que está viviendo España, sino que esto de tener la sensación o la ilusión de sentir que al dolor le ganamos es una tendencia a nivel mundial. Que con tanto remedio analgésico en los procesos médicos ya casi el dolor no se siente, y cuando el problema es la tristeza el ansiolítico o el antidepresivo funciona, y parece que ya no tenemos que experimentar dolor, ni físico ni emocional, y eso es falso porque aunque sea muy desagradable sin duda me va a producir muchos aprendizajes, y para ello es determinante la no medicación. La gente se medica cuando quiere negar determinadas situaciones; por ejemplo, porque estoy llorando demasiado, y para evitarlo me tomo una pastilla, o estoy comiendo mucho, y para evitar comer me tomo esta otra, o estoy durmiendo muy poco, y para dormir más empleo otra diferente…, cuando lo que deberíamos hacer es preguntarme por qué no estoy durmiendo, o qué estoy pensando que me impide dormir. Dejamos de preguntarnos cosas, y al final eso es lo grave en términos de estructura mental, porque la ausencia de preguntas es la ausencia de crecimiento, y mientras menos preguntas me hago más necesito de los medicamentos para mantenerme anestesiada y seguir funcionando con una supuesta normalidad todos los días. Se pierde la noción del placer y la capacidad de tomar la decisión de ser feliz.
La muerte es un tema del que no se suele hablar, y menos a los niños. Pero la pérdida de un familiar, o incluso de una mascota querida, les puede enfrentar de golpe con esta realidad. ¿Cómo se debe abordar el duelo con los pequeños?
Igual que con los adultos. Hablando de la pérdida, y atravesando las etapas del duelo, que generalmente son cuatro: la de shock –no creer lo que ha pasado–, la de rabia –que es como culpar a la vida, a Dios, al otro, a mí mismo… de lo ocurrido–, y en la que es frecuente que nos recriminemos por aquello que deberíamos haber hecho en vida del ausente (yo debería haber cuidado, yo debería haberle dicho más que lo quería, yo debería haberle llamado la semana pasada, etcétera). Otra etapa es la tristeza, que suele coincidir con el aislamiento, cuando los demás dejan de llamar y el proceso de duelo entra en la fase más crítica porque las personas empiezan a vivirlo solas, sin querer compartirlo. De hecho, la investigación probó que las personas toleran la tristeza del otro por la pérdida que ha sufrido solo durante tres meses, porque a partir de ahí empiezan a exigirle que se reponga y avance, y eso es una locura porque un duelo dura como mínimo un año, y es necesario pasar todas las fechas importantes que tenían conexión con la persona que se fue. La última etapa es la conciliación con el duelo, que es cuando el ausente vuelve en forma de recuerdo y te quedas con lo mejor que te dejó.
Pero esas cuatro etapas no son ni secuenciales ni ordenadas, y especialmente en el caso de los niños es muy importante respetar los avances y retrocesos, y comprender que un día el pequeño puede estar bien, y al otro día llorar, que en un momento dado puede dibujar algo alegre y volver después a dibujar algo triste… Y permitir que ese proceso fluya de forma natural es clave para que el duelo vaya drenando de la mejor forma posible y no se produzcan enquistamientos perjudiciales. Decir ‘mejor no hablemos de la abuela porque se va a entristecer el niño’ es lo peor que se puede hacer; cuanto más se hable, cuanto más se recuerde a alguien, y se le recuerde tanto desde la alegría como desde las estupideces que hacía, y seamos capaces de reírnos por ello, mejor.
Pero hay personas que se sienten culpables de disfrutar de la vida tras la pérdida de un ser querido…
Es curioso, pero con los duelos se produce una contradicción muy profunda, ya que por un lado la gente quiere avanzar y salir de la pena, pero por otro no quiere porque se considera que la pena es un homenaje al que se fue. Pensamos que si dejamos de experimentar tristeza, o dejamos de vestir de luto y empezamos a ponernos colores fuertes o a maquillarnos, da la sensación –ante nosotros mismos y frente al resto– de que se nos ha pasado el dolor y que tampoco era tan importante. Por lo tanto, una manera de demostrarme a mí misma y a los demás que la persona que se fue, o lo que me ha sucedido –una separación matrimonial, un problema de trabajo, etcétera– ha sido trascendental en mi vida es mantener el dolor. Sin embargo, que una persona luche y avance para superar el duelo no quiere decir que se le vaya a pasar la tristeza, porque la pena no se pasa nunca. Uno aprende a vivir con ella, y tiene días buenos y días malos, pero puede avanzar o quedarse pegado en lo que yo llamo la elección del sufrimiento, que es decidir quedarte enquistado en el proceso de duelo porque así te haces heroico y puedes seguir demostrando al mundo que, efectivamente, después de lo que te ocurrió nunca volviste a ser el mismo.
Esta actitud de sentirnos culpables de pasar el duelo tiene mucho que ver con la influencia de la Iglesia Católica, que ha intentado transmitir que por pasarlo bien hay que pagar, que la vida es un ‘valle de lágrimas’, y que la felicidad por sí sola da miedo porque si estoy muy contenta en algún momento me va a llegar algo malo, y para evitar el desengaño mejor no me alegro tanto, y así me voy protegiendo con respecto al pago que tendré que hacer por haber sonreído demasiado.
Y es que creo que, en general, nos hemos transformado en sociedades más buenas para la queja y para el reclamo que para el ejercicio personal de las aptitudes, y eso inhibe absolutamente la posibilidad de ser felices y de hacernos cargo de nuestra propia historia.
¿Qué cualidades deberíamos cultivar para saber enfrentarnos al dolor que inevitablemente vamos a experimentar a lo largo de nuestra vida?
Fundamentalmente deberíamos enseñarles a los niños que uno puede ser feliz teniendo problemas, que no solo van a ser felices cuando se les regalen cosas, a tener sentido del humor frente a las dificultades de la vida, a reírse de ellos mismos y, sobre todo, a tener la capacidad de aprendizaje y de conducta proactiva que implique que se tienen que hacer cargo de su propia historia, porque en la medida en que uno se hace cargo de su propia historia y de su presente, intenta ejecutar ese presente de la mejor forma posible para poder tomar la decisión de ser feliz todos los días. Enseñarles que la resiliencia se logra en la medida en que en vez de preguntarnos por qué nos pasan las cosas, nos preguntemos para qué nos pasan las cosas. Y en ese ‘para qué’ yo salgo del dolor como tal y me quedo instalada en el aprendizaje, y el enquistamiento del sufrimiento deja de tener sentido.
Los padres se empeñan en que sus hijos estén permanentemente contentos y entretenidos. Sin embargo, según lo que dices, ¿no deberían dejar que se enfrenten a sus propios problemas para que aprendan que es necesario esforzarse para conseguir lo que quieren?
Sí, esa actitud de los padres que está tan generalizada es horrible, porque los niños pierden toda capacidad de ser gestores de su propia historia y no se les permite aprender que la vida tiene de todo. Yo creo que eso tiene mucho que ver con miedos –que también he investigado y explico en mi libro No quiero crecer– de los propios padres, que quieren ser bien evaluados por sus hijos, quieren caerles bien y piensan que para ello no tienen otra opción que complacerlos permanentemente para que sean felices. Eso implica que sonrían las 24 horas del día y que, por lo tanto, las frustraciones queden fuera, el decir ‘no’ quede fuera, y que los niños no estén recibiendo por parte de sus padres la educación que necesitarían para poder configurar una adultez más sólida. Creo que esto es alarmante porque cuando a esos niños les toquen los problemas reales y ya no estén los padres para gratificar se van a encontrar sin recursos para afrontar las dificultades de la vida.
Dedicas un capítulo al cáncer, y muchos pacientes que han superado esa enfermedad afirman que les ha enseñado a ser felices, ¿cómo es posible que pasar por una experiencia triste y difícil consiga el efecto contrario?
Siempre digo que todos deberíamos vivir como si tuviéramos una enfermedad terminal, porque seríamos mucho mejores personas y disfrutaríamos mucho más de las cosas. Lo que el cáncer produce es la absoluta inmediatez de la vida; es sentir que lo que estoy viviendo en este momento es lo único que tengo, porque sé que no me queda mucho tiempo y que tengo que disfrutar de la vida y de mis seres queridos el máximo posible. Es un aprendizaje que solo se produce ante vivencias extremas como un diagnóstico de cáncer, porque aunque muchos cánceres tienen muy buen pronóstico cuando a uno le mencionan esta palabra la previsión de la muerte es instantánea, es como si te dieran una condena de muerte y te recordaran que te queda poco, y entonces uno trata de ser mejor persona, de entrega más y mejor afecto, y las prioridades cambian absolutamente. Hay cosas que antes del diagnóstico te importaban muchísimo y después del diagnóstico no tienen ninguna importancia, mientras empiezas a tener en cuenta otras en las que antes no habías reparado porque creías que tenías mucho tiempo por delante. Por eso cuando digo que deberíamos vivir como enfermos terminales me refiero a que debiéramos ser siempre conscientes de que efectivamente nos podemos morir en cualquier momento. Y esa toma de conciencia es la que hace que este tipo de enfermedades cambien la perspectiva de la vida y se le dé importancia a lo que realmente la tiene, a los afectos en vez de a las cosas materiales, y al disfrute en vez de a la exigencia o el tratar de ser eficiente o exitoso.
Yo tengo una fundación para personas con cáncer, que se llama Cáncer vida, y es muy hermoso ver cómo los enfermos toman esa decisión de ser feliz hoy y dicen, ‘bueno, con mi proceso de quimioterapia, y con los vómitos, las náuseas, o lo que tenga, yo voy a disfrutar, y si tomo un helado es el helado mejor del planeta; tal vez sea el último que tome y, por lo tanto, lo agradezco profundamente’. Y esa forma de vivir el presente con una actitud de agradecimiento y de vitalidad maravillosas solo la he visto en personas con cáncer.
Cómo afrontar un duelo
En tus investigaciones sobre el dolor y la forma de afrontarlo, ¿cuáles son las principales diferencias que has encontrado entre hombres y mujeres?
Sí, en general los hombres enfrentan el dolor con la acción; haciendo cosas, llenándose de trabajo, invitando muchos amigos…, usando la distracción como un elemento que les sirve para procesar el dolor. Y las mujeres vivimos el dolor hablándolo, comunicándolo en términos verbales, juntándonos con amigas, llorando, viendo películas tristes…, como tratando de eliminar. Y pienso que se tiene que producir un aprendizaje complementario porque las mujeres no nos podemos quedar pegadas en el hablar y en el llorar, sino que tenemos que aprender de los hombres un poco de acción, mientras que ellos tienen que aprender de nosotras un poco de comunicación, para poder sacar fuera lo que no son capaces por problemas culturales, o porque de alguna manera les enseñaron que no tenían que llorar, ni expresar sus sentimiento. Así, las mujeres tenemos que aprender de los hombres lo que ellos hacen bien, y salir, no quedarnos estancadas en la casa, tener una actitud más activa; y los hombres deben aprender nuestra capacidad de comunicar y de tomar más contacto con las emociones, algo que en general les da más miedo.
Los duelos y las situaciones difíciles como las que ha provocado, por ejemplo, la crisis económica, se están medicalizando y se intentan resolver con ansiolíticos. Como experta en dolor, ¿qué opinas sobre esto?
Yo creo que no depende solamente de la crisis que está viviendo España, sino que esto de tener la sensación o la ilusión de sentir que al dolor le ganamos es una tendencia a nivel mundial. Que con tanto remedio analgésico en los procesos médicos ya casi el dolor no se siente, y cuando el problema es la tristeza el ansiolítico o el antidepresivo funciona, y parece que ya no tenemos que experimentar dolor, ni físico ni emocional, y eso es falso porque aunque sea muy desagradable sin duda me va a producir muchos aprendizajes, y para ello es determinante la no medicación. La gente se medica cuando quiere negar determinadas situaciones; por ejemplo, porque estoy llorando demasiado, y para evitarlo me tomo una pastilla, o estoy comiendo mucho, y para evitar comer me tomo esta otra, o estoy durmiendo muy poco, y para dormir más empleo otra diferente…, cuando lo que deberíamos hacer es preguntarme por qué no estoy durmiendo, o qué estoy pensando que me impide dormir. Dejamos de preguntarnos cosas, y al final eso es lo grave en términos de estructura mental, porque la ausencia de preguntas es la ausencia de crecimiento, y mientras menos preguntas me hago más necesito de los medicamentos para mantenerme anestesiada y seguir funcionando con una supuesta normalidad todos los días. Se pierde la noción del placer y la capacidad de tomar la decisión de ser feliz.
La muerte es un tema del que no se suele hablar, y menos a los niños. Pero la pérdida de un familiar, o incluso de una mascota querida, les puede enfrentar de golpe con esta realidad. ¿Cómo se debe abordar el duelo con los pequeños?
Igual que con los adultos. Hablando de la pérdida, y atravesando las etapas del duelo, que generalmente son cuatro: la de shock –no creer lo que ha pasado–, la de rabia –que es como culpar a la vida, a Dios, al otro, a mí mismo… de lo ocurrido–, y en la que es frecuente que nos recriminemos por aquello que deberíamos haber hecho en vida del ausente (yo debería haber cuidado, yo debería haberle dicho más que lo quería, yo debería haberle llamado la semana pasada, etcétera). Otra etapa es la tristeza, que suele coincidir con el aislamiento, cuando los demás dejan de llamar y el proceso de duelo entra en la fase más crítica porque las personas empiezan a vivirlo solas, sin querer compartirlo. De hecho, la investigación probó que las personas toleran la tristeza del otro por la pérdida que ha sufrido solo durante tres meses, porque a partir de ahí empiezan a exigirle que se reponga y avance, y eso es una locura porque un duelo dura como mínimo un año, y es necesario pasar todas las fechas importantes que tenían conexión con la persona que se fue. La última etapa es la conciliación con el duelo, que es cuando el ausente vuelve en forma de recuerdo y te quedas con lo mejor que te dejó.
Pero esas cuatro etapas no son ni secuenciales ni ordenadas, y especialmente en el caso de los niños es muy importante respetar los avances y retrocesos, y comprender que un día el pequeño puede estar bien, y al otro día llorar, que en un momento dado puede dibujar algo alegre y volver después a dibujar algo triste… Y permitir que ese proceso fluya de forma natural es clave para que el duelo vaya drenando de la mejor forma posible y no se produzcan enquistamientos perjudiciales. Decir ‘mejor no hablemos de la abuela porque se va a entristecer el niño’ es lo peor que se puede hacer; cuanto más se hable, cuanto más se recuerde a alguien, y se le recuerde tanto desde la alegría como desde las estupideces que hacía, y seamos capaces de reírnos por ello, mejor.
Pero hay personas que se sienten culpables de disfrutar de la vida tras la pérdida de un ser querido…
Es curioso, pero con los duelos se produce una contradicción muy profunda, ya que por un lado la gente quiere avanzar y salir de la pena, pero por otro no quiere porque se considera que la pena es un homenaje al que se fue. Pensamos que si dejamos de experimentar tristeza, o dejamos de vestir de luto y empezamos a ponernos colores fuertes o a maquillarnos, da la sensación –ante nosotros mismos y frente al resto– de que se nos ha pasado el dolor y que tampoco era tan importante. Por lo tanto, una manera de demostrarme a mí misma y a los demás que la persona que se fue, o lo que me ha sucedido –una separación matrimonial, un problema de trabajo, etcétera– ha sido trascendental en mi vida es mantener el dolor. Sin embargo, que una persona luche y avance para superar el duelo no quiere decir que se le vaya a pasar la tristeza, porque la pena no se pasa nunca. Uno aprende a vivir con ella, y tiene días buenos y días malos, pero puede avanzar o quedarse pegado en lo que yo llamo la elección del sufrimiento, que es decidir quedarte enquistado en el proceso de duelo porque así te haces heroico y puedes seguir demostrando al mundo que, efectivamente, después de lo que te ocurrió nunca volviste a ser el mismo.
Esta actitud de sentirnos culpables de pasar el duelo tiene mucho que ver con la influencia de la Iglesia Católica, que ha intentado transmitir que por pasarlo bien hay que pagar, que la vida es un ‘valle de lágrimas’, y que la felicidad por sí sola da miedo porque si estoy muy contenta en algún momento me va a llegar algo malo, y para evitar el desengaño mejor no me alegro tanto, y así me voy protegiendo con respecto al pago que tendré que hacer por haber sonreído demasiado.
Fuente: www.webconsultas.com