CAMINO AL HOSPITAL
Cada mañana emprendo el camino al hospital, no puedo
negar que con algo de sueño pero con mucha ilusión. Intento que el trayecto sea
lo más consciente posible. Cuando noto que mi mente vagabundea, cuento los
pasos, presto atención a las plantas de mis pies, me fijo en las personas con
las que me cruzo. Me gusta escuchar las conversaciones que padres e hijos
mantienen en su camino a la escuela, siempre a paso demasiado rápido para los
críos, que se agarran a la mano de sus mamás o papás como cometas al vuelo. A
veces me entran ganas de pararlos y recordar a los padres que sus piernas
miden el doble que las de sus hijos. La prisa y la paz no se llevan demasiado
bien…
Cuando cruzo la puerta del hospital siempre me
invade una sensación difícil de describir: agradecimiento, asombro, ganas de
tener un buen día o al menos aceptar con calma lo que me llegue.
Subo despacio los escalones que me llevan hasta la
planta que está la escuela. Me gusta llegar la primera, pero esta primavera me
ha vuelto un poco remolona y me cuesta despegarme las sábanas por la mañana.
La mamá de una de mis alumnas que caminó durante
meses el estrecho sendero que separa la vida y la muerte, nos dijo esta semana
a otra madre y a mí: Hay que ver la realidad y aceptarla. No hay más. Su hija
cambió de forma pero indudablemente se encuentra entre nosotros, parte para
siempre de nuestras vidas.
No hay más ni menos.
Para ver hay que mirar. Para mirar hay que tener la
intención de abrir los ojos bien abiertos y dirigir tu mirada hacia aquello que
tienes delante. Respirar y tomar conciencia. Y atreverte a reconocer que puede
que lo que veas en un principio no te guste y que incluso tu único objetivo sea
cambiarlo.
Y para aceptar hay que empezar reconociendo que
quizás tu plan de vida no se está desarrollando como tú esperabas. Y que por
más que lo desees y lo intentes la vida discurre por su propio sendero y no espera
a que tú la alcances. Puedes elegir quedarte atrás, darte cabezazos contra la
pared o aferrarte a una historia que te repites una y otra vez y que acaba convirtiéndose
en tu identidad: “Esto no me puede pasar a mí”, “Yo quiero que todo sea como
era antes”, “Los milagros existen”. Pones la atención donde no te beneficia ni
beneficia a los demás.
Aceptar y rendirse a lo que hay no significa
resignarse ni tirar la toalla. Más bien tu atención cambia de dirección, cambia
su foco. Ya no miras el pasado como carga sino como un motor de aprendizaje.
Pasas de ser víctima a ser artista, creador de tu propia vida. Te sitúas en el
punto del sendero en el que toca estar y miras el bosque sin intentar
cambiarlo. Aprendes incluso a amar tus limitaciones porque te acabas
convirtiendo en una persona más madura, consciente y despierta. Entonces sí
ocurre el milagro.
Cierto que no deja de doler, pero no le añades
sufrimiento. Ya no eres una persona desgraciada sino una persona en proceso de
crecimiento. Y empiezas a contactar con otros en tu misma situación y te das
cuenta de que el amor es la fuerza más grande, lo que nos mueve hacia la
verdadera sanación, que es respirar al unísono con lo que la vida nos trae.
Todo esto se me revela porque un día decidí recorrer
este trayecto al hospital. Aceptando mi vulnerabilidad me hice fuerte. Ahora me
siento fuerte y en paz. No sé cómo será mañana…
Escrito pro María
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